La mujer de la cofia
La mujer de la cofia
La mujer de la cofia
En la primavera de 1901 Picasso emprendió su segundo viaje a París, esta vez en compañía de su amigo el pintor Antoni Jaumandreu Bonsoms, con el excitante y principal objetivo de celebrar una exposición en la prestigiosa galería parisina de Ambroise Vollard. La muestra tuvo buena acogida y Picasso, que se instaló en el mismo taller del Boulevard de Clichy donde brevemente había residido su desdichado amigo Carles Casagemas (que se había suicidado aquel mes de febrero), decidió permanecer una larga temporada en la capital francesa y no regresó a Barcelona hasta enero de 1902. Si las obras que presentó chez Vollard traducen en parte, en intensidad de color y ritmo de pincelada, la vida que se beben a tragos los habitantes de la metrópolis bajo el hechizo de la Belle Époque, las telas realizadas desde finales de aquel verano, y especialmente durante el otoño, delatan que el artista entró en una nueva etapa de marcada introspección, por el modo en que se tiñen de un azul omnipresente y están protagonizadas por individuos marginales, al borde de la exclusión social. Años más tarde, Picasso afirmaría que fue pensando en la muerte de su amigo Casagemas cuando se puso a pintar en azul.
En cualquier caso, y en busca de nuevos temas que pintar, Picasso logró acceder aquel otoño al interior de la cárcel para mujeres de Saint-Lazare gracias a su amigo el doctor Louis Jullien. Fruto de sus diversas visitas al penal, vio la luz un conjunto de obras protagonizadas por las reclusas, muchas de ellas prostitutas a quienes habían diagnosticado sífilis, algo considerado por entonces infracción suficiente para privar de libertad a una mujer. Para distinguirlas de las presas comunes, se las obligaba a llevar un tocado blanco semejante a un gorro frigio, lo que automáticamente desvela en parte la identidad de la modelo que inspiró “La mujer de la cofia”. Sin embargo, recortada sobre un fondo neutro, sin referencias espaciotemporales y representada con pose serena pese a la fragilidad de su condición, esta mujer irradia toda la dignidad que la cofia pretendía arrebatarle. Estilísticamente, la figura, de silueta perfilada, conecta con el sintetismo de Paul Gauguin en la medida en que color y forma tienen la misma importancia —y temáticamente no pasa por alto que las bretonas cubiertas con la característica gorra bretona que tanto interesaron a Gauguin resuenan en la figuración de esta mujer con cofia—, al tiempo que la textura y la densidad de la pincelada lo acercan a algunos retratos de Van Gogh. Cabe decir que Picasso dedicó más de una tela a retratar, en busto, a alguna de las internas de Saint-Lazare, a juzgar por la figura, casi idéntica a esta, que aguarda oculta bajo el retrato azul de Jaume Sabartés, también de 1901 (MPB 70491) y cuya existencia salió a la luz gracias a un examen radiológico. Se desconoce el motivo, pero Picasso nunca se deshizo de esta pintura; en 1982 su viuda, Jacqueline Roque, la donó al Museo junto con una espléndida colección de cerámica integrada por cuarenta y una piezas.
Ubicada en
CP Sala 08 centre41 cm x 33 cm
Donación Jacqueline Picasso, 1985
MPB 112.750